El Mundial del 38
Max Theil er descubría la vacuna contra la fiebre amarilla, nacía la fotografía en colores, Walt Disney estrenaba Blancanieves, Einsestein filmaba Alejandro Nevski. El nailon, recién inventado por un profesor de Harvard, empezaba a convertirse en paracaídas y medias de mujer.
Se suicidaban los poetas argentinos Alfonsina Storni y Leopoldo Lugones. Lázaro Cárdenas nacionalizaba el petróleo en México y enfrentaba el bloqueo y otras furias de las potencias occidentales. Orson Welles inventaba una invasión de los marcianos a los Estados Unidos y la transmitía por rad io, para asustar incautos, mientras la Standard Oil exigía que los Estados Unidos invadieran México de verdad, para castigar el sacrilegio de Cárdenas y prevenir el mal ejemplo.
En Italia se redactaba el Manifiesto sobre la raza, empezaban los atentados antisemitas, Alemania ocupaba Austria, Hitler se dedicaba a cazar judíos y a devorar territorios. El gobierno inglés enseñaba a los ciudadanos a defenderse de los gases asfixiantes y mandaba acopiar alimentos. F ranco acorralaba los últimos bastiones de la república española y el Vaticano reconocía su gobierno. César Vallejo moría en París, quizás con aguacero, mientras Sartre publicaba La náusea. Y ahí, en París, donde Picasso exhibía su Guernica denunciando el tiempo de la infamia, se inauguraba el tercer Campeonato Mundial de Fútbol bajo la sombra acechante de la guerra que se venía. En el estadio de Colombes, el presidente de Francia, Albert Lebrun, dio el puntapié inicial: apuntó a la pelota, pero pegó en el suelo.
Como el anteri or, éste fue un campeonato de Europa, Sólo dos países americanos, y once europeos, participaron en el Mundial del 38. La selección de Indonesia, que todavía se llamaba Indias Holandesas, llegó a París en solitaria representación de todo el resto del planeta.
Alemania incorporó cinco jugadores de la recién anexada Austria. La escuadra alemana así reforzada irr umpió dándose aires de muy imbatible, con la cruz esvástica en el pecho y toda la simbología nazi del poder, pero tropezó y cayó ante la modesta Suiza. La derrota alemana ocurrió pocos días antes de que la supremacía aria sufriera un duro golpe en Nueva York, cuando el boxeador negro Joe Louis pulverizó al campeón germano Max Schmeling.
Italia, en camb io, repitió su campaña de la Copa anterior. En las semifinales, los azzurri derrotaron al Brasil. Hubo un penal dudoso, los brasileños protestaron en vano. Como en el 34, todos los arbitros eran europeos.
Después llegó la final, que Italia disputó contra Hungría. Para Mussolini, este triunfo era una cuestión de E stado. En la víspera, los jugadores italianos recibieron, desde Roma, un telegrama de tres palabras, firmado por el jefe del fascismo: Vencer o morir. No hubo necesidad de morir, porque Italia ganó 4 a 2. Al día siguiente, los vencedores vistieron uniforme militar en la ceremonia de celebración, que el Duce presidió.
El diario La Gazzetta dello Sport exaltó entonces «la apoteosis del deporte fascista en esta victoria de la raza». Poco antes, la prensa oficial italiana había celebrado así la derrota de la selección bras ileña: «Saludamos el triunfo de la itálica inteligencia sobre la fuerza bruta de los negros».
La prensa internacional eligió, mientras tanto, a los mejores jugadores del torneo. Entre ellos, dos negros, Leônida s y Domingos da Guia. Leônidas fue, además, el goleador, con ocho tantos, seguido por el húngaro Zsengeller, con siete. De los goles de Leônidas, el más hermoso fue hecho contra Polonia, a pie descalzo. Leônidas había perdido el zapato, en el barro del área, bajo la lluvia torrencial.
El equipo italiano campeón en 1938
Max Theil er descubría la vacuna contra la fiebre amarilla, nacía la fotografía en colores, Walt Disney estrenaba Blancanieves, Einsestein filmaba Alejandro Nevski. El nailon, recién inventado por un profesor de Harvard, empezaba a convertirse en paracaídas y medias de mujer.
Se suicidaban los poetas argentinos Alfonsina Storni y Leopoldo Lugones. Lázaro Cárdenas nacionalizaba el petróleo en México y enfrentaba el bloqueo y otras furias de las potencias occidentales. Orson Welles inventaba una invasión de los marcianos a los Estados Unidos y la transmitía por rad io, para asustar incautos, mientras la Standard Oil exigía que los Estados Unidos invadieran México de verdad, para castigar el sacrilegio de Cárdenas y prevenir el mal ejemplo.
En Italia se redactaba el Manifiesto sobre la raza, empezaban los atentados antisemitas, Alemania ocupaba Austria, Hitler se dedicaba a cazar judíos y a devorar territorios. El gobierno inglés enseñaba a los ciudadanos a defenderse de los gases asfixiantes y mandaba acopiar alimentos. F ranco acorralaba los últimos bastiones de la república española y el Vaticano reconocía su gobierno. César Vallejo moría en París, quizás con aguacero, mientras Sartre publicaba La náusea. Y ahí, en París, donde Picasso exhibía su Guernica denunciando el tiempo de la infamia, se inauguraba el tercer Campeonato Mundial de Fútbol bajo la sombra acechante de la guerra que se venía. En el estadio de Colombes, el presidente de Francia, Albert Lebrun, dio el puntapié inicial: apuntó a la pelota, pero pegó en el suelo.
Como el anteri or, éste fue un campeonato de Europa, Sólo dos países americanos, y once europeos, participaron en el Mundial del 38. La selección de Indonesia, que todavía se llamaba Indias Holandesas, llegó a París en solitaria representación de todo el resto del planeta.
Alemania incorporó cinco jugadores de la recién anexada Austria. La escuadra alemana así reforzada irr umpió dándose aires de muy imbatible, con la cruz esvástica en el pecho y toda la simbología nazi del poder, pero tropezó y cayó ante la modesta Suiza. La derrota alemana ocurrió pocos días antes de que la supremacía aria sufriera un duro golpe en Nueva York, cuando el boxeador negro Joe Louis pulverizó al campeón germano Max Schmeling.
Italia, en camb io, repitió su campaña de la Copa anterior. En las semifinales, los azzurri derrotaron al Brasil. Hubo un penal dudoso, los brasileños protestaron en vano. Como en el 34, todos los arbitros eran europeos.
Después llegó la final, que Italia disputó contra Hungría. Para Mussolini, este triunfo era una cuestión de E stado. En la víspera, los jugadores italianos recibieron, desde Roma, un telegrama de tres palabras, firmado por el jefe del fascismo: Vencer o morir. No hubo necesidad de morir, porque Italia ganó 4 a 2. Al día siguiente, los vencedores vistieron uniforme militar en la ceremonia de celebración, que el Duce presidió.
El diario La Gazzetta dello Sport exaltó entonces «la apoteosis del deporte fascista en esta victoria de la raza». Poco antes, la prensa oficial italiana había celebrado así la derrota de la selección bras ileña: «Saludamos el triunfo de la itálica inteligencia sobre la fuerza bruta de los negros».
La prensa internacional eligió, mientras tanto, a los mejores jugadores del torneo. Entre ellos, dos negros, Leônida s y Domingos da Guia. Leônidas fue, además, el goleador, con ocho tantos, seguido por el húngaro Zsengeller, con siete. De los goles de Leônidas, el más hermoso fue hecho contra Polonia, a pie descalzo. Leônidas había perdido el zapato, en el barro del área, bajo la lluvia torrencial.
El equipo italiano campeón en 1938
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